Ya llega el día… la noche… en que el cielo se unió con la tierra de una vez para siempre. Fue en la noche de la Navidad.

El pueblo de Dios, que siempre se había sabido acompañado de su Señor, nunca antes había podido ver su rostro. Y tenían ganas de hacerlo. ¡Tenían necesidad de verlo ante ellos!

 

Y Dios se manifestó. No supieron cómo, pero los pastores que cuidaban sus rebaños en aquella fría noche supieron que algo estaba pasando, alguien estaba llegando al mundo, para llenarlo todo con su presencia.

Y fueron corriendo al portal, quizás para calmar el fresco de aquella noche… O quizá por la prisa que sentían por ver el rostro del Dios-hecho-humano. Se encontraron con un pequeñín, un bebé, con sus ojillos cerrados y su cabeza aún moldeada, ya que acababa de nacer. Estaría durmiendo plácidamente, abrigado por el cuerpo de su madre, María, quien sabía de la procedencia divina de su Hijo, misterio compartido con José, que le hizo de padre en su infancia.

En este rostro de niño estaba la faz misericordiosa del mismo Dios. Dios es amor que se entrega, cariño sin límites, alegría desbordante, luz que vence nuestras tinieblas, esperanza que nos permite soñar con una vida eterna junto a Él. Y este misterio se hizo ser humano en la noche de Navidad, que celebraremos en estos días.

Que nos dejemos tocar por el Dios de la vida, que tan cerca está siempre de todos, animando, ayudando, consolando, alegrando, impulsando, comprendiendo, perdonando, escuchando.

¡A todos, feliz Navidad!

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